Castillo de Bran |
Partimos de Bucarest a las cuatro y diez de la tarde, en un tren compuesto por una barbaridad de vagones. En el compartimento, un joven músico rumano, que tocaba en una orquesta filarmónica, se lamentó de la imagen tan mala que daba su país al resto de Europa por culpa de ciudadanos incívicos que robaban en las principales ciudades occidentales. "No todos somos así", se disculpó.
A partir de Ploiesti, el tren penetró en el valle del río Prahova. Y cuando nos dimos cuenta, ya serpenteábamos entre las altas montañas de los montes Cárpatos. Pasamos por Sibiu, población que cuenta con una estación de esquí; y poco después, tras coronar el puerto, iniciamos un prolongado descenso que nos condujo hasta Brasov, la capital de Transilvania. Habíamos tardado tres horas justas.
Encontré mucho revuelo en la estación de Brasov. A las puertas del vestíbulo nos esperaba una muchedumbre para ofrecernos alojamiento barato en la ciudad. Gabriel Diaconu nos mostró fotos de su casa, cerca del centro histórico. El precio, 10€ por persona, nos convenció a los tres, así que montamos en su coche, junto a un ciudadano francés que también había sido captado, y marchamos a su choza, situada entre las calles Horea y Memoranduli.
Nos instalamos en esa enorme casa de tres plantas de altura, de acceso complicado. Y después de ducharnos y lavar la ropa, salimos a cenar al centro histórico de Brasov. Más allá de la plaza Mayor (Sfatului), dimos con una pizzería. Y pusimos la guinda a esa agradable noche tomando unas cervezas en una tasca típica transilvana. La pizza y las birras nos salieron tiradas de precio.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos en la parada a que llegara el bus de Bran, un joven se acercó con su coche y nos dijo que nos podía llevar por 5€. Decidimos subir. Y en menos que canta un gallo, con adelantamientos indebidos incluidos (casi nos la pegamos), cubrimos los 30 km. que separan ambas localidades.
Bran es un pequeño y agradable pueblo situado en medio de Transilvania, rodeado de los frondosos bosques que se extienden a lo largo y ancho de los montes Cárpatos. Y pasaría desapercibido a no ser por su castillo, una fortaleza medieval, ubicada en lo alto de una colina, que goza de gran atractivo turístico por la creencia popular de que era la antigua residencia de Vlad Tepes, el Empalador.
El vínculo con el mito de Drácula, el vampiro que te chupa la sangre en cuanto anochece, es falso; y ni siquiera el príncipe al que se asocia este mito (Vlad Tepes) vivió aquí; al parecer residía en Poienari. Realmente, el castillo fue una fortaleza teutónica para vigilar la frontera entre Transilvania y Valaquia, y lugar de residencia por temporadas de la familia real rumana. Aquí me veis, junto a Isidoro, en una sala del castillo.
A pesar de no ser realmente el castillo de Vlad, el interior tenía su encanto. Aparte de las estancias, lo que más nos llamó la atención fue el patio, roeado de una techumbre muy baja, que apenas te dejaba espacio para asomarte.
Patio del castillo |
Patio del castillo |
El castillo es más bonito por fuera que por dentro; al menos, esta es la idea que se lleva la gran mayoría de los que lo visitan. Y yo lo corroboro. Lo único malo, es que conforme pasaban los minutos el cielo se fue cubriendo de nubes, y esa imagen idílica que encontramos por la mañana se difuminó. Es lo que ocurre en las zonas montañosas, incluso en pleno mes de agosto. Aquí tenéis un detalle de la torre del castillo y del cielo plomizo.
Regresamos a Brasov en un autobús de línea. En esta ocasión sí pude disfrutar con la visión de los Cárpatos, las montañas que más se identifican con las regiones de Valaquia y Transilvania. Nos apeamos a las afueras de la ciudad y, acompañados de un niño muy espabilado que sabía castellano, tomamos un tranvía hasta el parque Central.
Brasov es una ciudad medieval fortificada, con restos de murallas, que destaca por su centro histórico, apiñado entre dos colinas, y que gira en torno a la pintoresca plaza del Consejo (Piata Sfatului). La plaza acoge interesantes edificios renacentistas, barrocos y neoclásicos, y su principal atractivo recae en la Casa Sfatului, pintada en tonos amarillos, que se caracteriza por su torre del reloj.
En una de las esquinas de la plaza Sfatului aparece la iglesia Negra, símbolo de Brasov, el mayor edificio religioso de estilo gótico de Europa sudoriental. su construcción se inició en 1377 y culminó cien años después.
De la plaza Sfatului parte la peatonal calle República, con sus bajos repletos de tiendas de regalo, bares con terraza y restaurantes. Fue el lugar ideal para pasear y tomar un tentempié.
Y ya no hubo tiempo para nada más. Tomamos un tranvía y nos dirigimos a la estación ferroviaria. A media tarde partimos hacia Bucarest en un largo tren de media distancia, poniendo punto final a nuestro brillante paso por Transilvania. Afortunadamente, no fuimos mordidos por ningún vampiro.
En la estación del Norte de Bucarest sólo había dos vagones con destino a Sofía. Parecía raro, pero minutos antes de salir (a última hora de la tarde), fueron enganchados a un tren procedente de Moscú, cuyo destino final era Sofía. En esta ocasión, sí viajamos solos en un compartimiento, aunque los asientos no se estiraban para formar camas.
El tren enfiló hacia el suroeste de Rumanía, hasta Videle, para luego tomar rumbo sur, al encuentro de Giurgiu y del poderoso Danubio, río que cruzamos a medianoche, a paso de tortuga, por un puente metálico. Habíamos penetrado en Bulgaria.