A principios de los noventa, con motivo de mi Primer Interrail, recorrí Múnich en bicicleta en compañía de mis colegas Fernando e Isidoro. Por la mañana nos movimos por el centro histórico y por la tarde nos aventuramos hasta el Estadio Olímpico, considerado como una de las maravillas arquitectónicas de la época.
Conocí Múnich a principios de los noventa, gracias a mi primer Interrail; y como en aquella ocasión, el tren fue el medio de transporte ideal para conducirnos a Isidoro y a mí a la estación central Hauptbanhnof desde el aeropuerto. Era mediodía y, por tanto, tuvimos tiempo suficiente para coger el metro hasta Rotkreuzplatz y presentarnos en el albergue juvenil antes de que anocheciera.
El albergue no aceptaba pago con tarjeta, ni por supesto dólares americanos, así que nos vimos obligados a comprar marcos alemanes en un banco, con la correspondiente y elevada comisión, y la consiguiente desesperación nuestra. Una vez nos instalamos, marchamos al centro de la ciudad.
Noviembre, muy frío y con pocas horas de luz solar, no es el mejor mes para recorrer el centro de Múnich, aun así, visitamos Marienplatz, vimos el Ayuntamiento y cenamos un plato muy alemán: salchichas con cerveza.
Al día siguiente, a primera hora, montamos en el tren y partimos hacia el aeropuerto de Múnich. Al poco de despegar rumbo a Barcelona, el avión sobrepasó la espesa capa de nubes que cubría el sur de Baviera y un nuevo paisaje salió a la palestra.
Minutos más tarde, cuando sobrevolábamos esta montonera de nubes, apareció la cordillera de los Alpes, con sus crestas y cimas nevadas.
Por fortuna, las nubes se esfumaron y pude contemplar las cimas alpinas nevadas. Fue todo un regalo para la vista y para los sentidos, que puso el colofón a dos semanas de intenso viaje por los Estados Unidos.