Catedral de Alejandro Nevski |
Esa madrugada habíamos viajado en el interior de un vagón rumano que, en Bucarest, había sido enganchado a un tren procedente de Moscú. En tierras búlgaras, tras el obligado sellado de los pasaportes en Ruse, avanzamos hacia el sur, hasta Veliko. Y a partir de aquí, nos desplazamos hacia el oeste, vía Pleven.
Desperté con las primeras luces del alba. Habíamos pasado por Mezdra, y el tren trazaba curvas pronunciadas, encajonado entre altas montañas. Nos hallábamos en el desfiladero del río Iskar. A la salida de la hoz, cubrimos un pequeño tramo en dirección sur, hasta alcanzar la estación Central de Sofía, la capital búlgara.
En la estación, situada al norte del centro histórico, y como es costumbre cuando se viaja con Interrail, cambiamos euros por la moneda local (en Bulgaria eran levas), desayunamos en una cafetería, dejamos las mochilas en la consigna y conseguimos un mapa de la ciudad en la oficina de turismo.
La primera visita de la mañana estuvo relacionada con tres edificios religiosos: una sinagoga, una mezquita y una catedral. Primeramente nos acercamos a la sinagoga de Sofía, reconstruida a principios del siglo XX sobre otra anterior. Tiene planta octogonal con una gran cúpula central y en los laterales hay cuatro nichos circulares.
A continuación nos acercamos a la mezquita Banya Bashi, construida en el siglo XVI por el Imperio Otomano sobre unos balnearios termales, y que destaca por su amplia cúpula. Aunque a nosotros, lo que más nos llamó la atención fue ver cómo algunos partisanos llenaban garrafas del agua termal procedente de varios caños situados entre la mezquita y los Baños Turcos.
Mezquita Banya Bashi |
Fuente termal |
A unas pocas calles hacia el sur de la mezquita, dimos con la catedral ortodoxa de Sveta Nedelya, y junto a ella, agazapada en una plaza rodeada de ruinas, admiramos la Svetia Georgi (San Jorge), la Iglesia paleocristiana más antigua de Sofía, construida en el siglo IV, y caracterizada por su planta cilíndrica y por los frescos de su cúpula.
Al sur del ajetreado centro histórico se encuentra el parque de los 1.300 años, un pulmón verde que acoge el palacio Nacional de Cultura y el estanque de agua más grande de la ciudad. Fue el lugar ideal para descansar antes de continuar con nuestra ruta pedestre.
A continuación, caminando por amplias avenidas, llegamos a la zona vieja de Sofía. Pasamos por algunas calles peatonales y vimos edificios como el Parlamento búlgaro.
Y cerca del Parlamento se encuentra la catedral de Alejandro Nevski, emblemática iglesia ortodoxa levantada a finales del siglo XIX con arquitectura neobizantina y un museo subterráneo. No pagamos por entrar a verla, aunque sí debíamos hacerlo por tomar fotos, lo que nos pareció una estafa.
Lo que nos llamó la atención del templo fue su gran envergadura: mide 72 metros de largo y su torre alcanza los 52 metros de alto. Además, el hecho de que se haya situado en medio de una gran plaza lo convierte en un monumento especialmente escénico.
A las dos de la tarde, tras visitar el Jardín de la Ciudad, el parque más céntrico de Sofía, abordamos las calles peatonales en busca de un restaurante. Almorzamos en la terraza de un bar, pollo asado y refrescos, mientras observábamos el ajetreo propio de la calle, saturada de gente y tranvías. Quedó claro que la capital búlgara se había desprendido del yugo comunista que la oprimió durante décadas.
Pasamos el resto de la tarde deambulando por los parques del extrarradio de Sofía: parque Zaimov, parque Borisova Grandina y, de nuevo, el parque de los 1.300 años. A última hora de la tarde regresamos a la estación ferroviaria. Entramos en un supermercado y gastamos toda la moneda local en la cena de la noche.
Partimos de Sofía a medianoche, con una hora justa de retraso. Se suponía que debíamos alcanzar Salónica, la capital de la Macedonia griega, a las 7'15, pero finalmente acumulamos un retraso de tres horas y media. Los asientos de los compartimentos, como ya habíamos visto en otros trenes del este de Europa, no se estiraban para formar camas. Y como no había dormido prácticamente nada la noche anterior, abandoné a mis colegas (no quisieron acompañarme) y me dirigí al coche cama.
Pagué 12€ por dormir en una cabina para mí solo, con sábanas limpias incluidas, aunque a la mañana siguiente, cuando el revisor me devolvió el Interrail, me entregó 2€ justificando que se había equivocado. Dormí como un lirón en ese compartimento; incluso agradecí que el tren acumulara más retraso.