Palacio de Amalienborg |
A principios de los noventa, con motivo de mi Primer Interrail, recorrí Copenhague en bicicleta en compañía de mis colegas Fernando e Isidoro. Gracias a este económico medio de transporte pudimos visitar barrios como el de Christiania, abanderado del movimiento hippy; recorrer el palacete de Amalienborg (residencia del rey), o acercarnos cómodamente hasta la Ciudadela, o Kastellet, a cuyos pies se encuentra la famosa Sirenita.
Había recorrido Finlandia, Suecia y Noruega en una semana, en barcos, trenes y autobuses, junto a mi colega Isidoro. Y esa noche viajamos en el tren nocturno que unía Oslo con Copenhague, con ferry incluido para cruzar el estrecho de Oresund. Y a primera hora de la mañana llegamos a la estación Central de Copenhague, que ya conocíamos de una anterior visita a la ciudad. En el vestíbulo dimos con el centro para mochileros, perfectamente acondicionado y equipado para el descanso del viajero.
En esta ocasión, a diferencia del pasado Interrail, prescindimos de bicicletas para visitar la ciudad. Nos acercamos al centro histórico a pie, rodeando el Tívoli, uno de los parques de atracciones más antiguos de Europa. Llegamos a la plaza Consistorial, que aloja el Ayuntamiento y, a través de la peatonal calle Stroget, cruzamos el apretado casco viejo de Copenhague, hasta alcanzar el puerto Nyhavn, un largo y estrecho canal atestado de pequeñas embarcaciones y jalonado de terrazas donde los nativos acaparaban los rayos de sol. Fue el lugar ideal para almorzar.
El palacio de Amalienborg es el hogar de la familia real danesa. El acceso a los edificios estaba restringido, pero no a los jardines y a los espacios interbloque, que se podían visitar con total libertad.
Lo habíamos recorrido en bicicleta años atrás, y esta vez lo hicimos a pie. Admiramos algunas estatuas que habían plantado a lo largo y ancho del recinto, y también las suntuosas fachadas, provistas de grandes ventanales, de los cuatro edificios idénticos que componen el palacete, ironizando con la idea de que alguna guapa princesa nos estaría observando tras una cortina.
Una estancia en Copenhague no se entiende sin la visita a su monumento más ilustre: la Sirenita, la afamada escultura de bronce construida en 1913. Pese a que ha sido decapitada en múltiples ocasiones, su presencia cerca del puerto sigue suscitando admiración y devoción entre los turistas.
Vista la Sirenita y la Ciudadela, regesamos al centro de Copenhague dando un rodeo que nos condujo hasta el castillo de Rosenborg, un robusto edificio de planta cuadrada que acoge las joyas de la corona danesa. La entrada era cara y nuestro interés por ver diamantes y esmaraldas nulo. Resultó más gratificante descansar en el Jardín del Rey, un florido parque cuajado de esculturas y estatuas situado frente al castillo.
Esa noche, tras un último paso por el centro Interrail de la estación (que nos sirvió para deshacernos de las coronas noruegas y danesas que nos habían sobrado), partimos en el expreso nocturno que enlazaba Copenhague con Berlín. A medianoche alcanzamos el puerto de Gedser, en la isla de Falster, el punto más meridional de Dinamarca. Los vagones fueron introducidos en la bodega de un ferry de gran calado, navío que, en algo más de tres horas, cruzó las frías aguas del mar Báltico en dirección al puerto de Warnemünde, en Rostock (Alemania).