Gran Plaza de Bruselas |
El día anterior, a última hora de la tarde, habíamos partido de Innsbruck con destino a Múnich en un tren regional. Llegados a la capital bávara cambiamos de estación para tomar el tren nocturno que, procedente de Viena, se dirigía a la parisina estación del Este. En la capital francesa, ante la ausencia de trenes convencionales, pagamos un suplemento para viajar en el Eurostar, el tren rápido que nos catapultó a más de 300 km/h hasta Bruselas.
Gracias a la rápida y eficiente red ferroviaria europea habíamos viajado de Austria a Bélgica en un abrir y cerrar de ojos. El día anterior estábamos en los Alpes, sobrecogidos por sus montañas y la bravura de sus ríos, y ahora etábamos en el corazón de Bruselas, admirando la fastuosa Gran Plaza, una de las más hermosas y recargadas que había visto en mi vida.
La Gran Plaza, quizá la más bonita y monumental de Europa, está rodeada por los edificios de las Corporaciones, que antaño compitieron por construir las fachadas más bellas, además del Ayuntamiento, el Museo de la Cerveza y la Casa del Rey. Y lógicamente, caminamos por la Gran Plaza embelesados, admirando su peculiar arquitectura, típica de Flandes y de los Países Bajos.
A una manzana de la Gran Plaza admiramos otra de las atracciones turísticas de la ciudad: el Manneken Pis, una diminuta estatua que se ha convertido en símbolo de la ciudad desde que fuera esculpida por Jerónimo Duquesmoy el Viejo en 1619.
"El Pequeño Julián", como también se conoce a esta pequeña estatua, está ligada a un par de leyendas. La primera gira en torno a un padre que perdió a su hijo en una feria y que prometió erigir una estatua en la forma en que lo encontrara; y al parecer lo encontró orinando. Y la segunda relata la acción heroica de un bruselense, que apagó con una gran meada la mecha de una bomba. Para gustos, colores.
Esa tarde, tras tomar un rápido almuerzo hamburguesero, montamos en un tranvía que se dirigía al norte de la ciudad y que pasaba por el Atomium. Lo que no sabíamos es que tardaríamos una hora y cuarto en completar la ruta. Creo que recorrimos todos los barrios de Bruselas. La parada del tranvía estaba muy cerca del Atomium, singular edificio que se asemeja a una nave espacial, con sus esferas y pasillos plateados.
Conocido como "La Torre Eiffel de Bruselas", el Atomium es la herencia de la Exposición Universal de 1958. Se trata de una molécula de cristal de hierro aumentada 165 millones de veces, y su estructura, en acero revestido de aluminio, está compuesta por nueve esferas de 18 metros de diámetro. Cuando te sitúas bajo la estructura te das cuenta de su tamaño real, y entonces entiendes por qué se ha convertido en un símbolo de la ciudad. Fue una pena que ese martes estuviera cerrado al público.
La opción más rápida de regresar al centro de Bruselas pasaba por tomar el metro en la cercana estación de Heysel. Y gracias al suburbano pudimos presentarnos en el parque del Cincuentenario, situado al este de la ciudad. El parque, rodeado de un cuidado césped y jalonado de vigorosos árboles, alberga el palacio del Cincuentenario, uno de los edificios más prodigiosos de Bruselas, que destaca por su arco de triunfo coronado por una cuadriga de bronce (parecida a la de la Puerta de Brandenburgo de Berlín).
Salimos del parque a pie, en dirección al centro de Bruselas. Y la noche nos sorprendió cuando desfilábamos frente a la imponente fachada de la catedral de Bruselas, dedicada a San Miguel y Santa Gúdula.
Nuestro siguiente destino interrailero era Gran Bretaña, y para llegar a Londres de forma económica, sin abonar suplementos en el tren Eurostar, pasaba por tomar el ferry que unía Ostende con Ramsgate a través del mar del Norte.
Llegamos a la portuaria Ostende en un tren regional que se detuvo en Brujas, la primera ciudad europea que visité en mi vida. Y minutos después, embarcábamos en un ferry que debía cruzar el canal de Mancha de madrugada. No había sillones libres donde poder dormir y tuvimos que estirarnos en la moqueta. Fue una noche para olvidar; al menos el barco no se agitó y llegué de una pieza a Ramsgate, ciudad británica que nos abrió las puertas al Reino Unido.
TOPÓNIMO DE LA MANCHA