Calella de Palafrugell |
A primera hora de la mañana, tras partir de Cornellà, hicimos escala en Sant Feliu de Guíxols, ciudad costera que cuenta con restos de una muralla, con una hermosa playa y con un interesante monasterio benedictino del siglo XII. Valió la pena pasear por su largo paseo marítimo (paseo del Mar), azotado por la otoñal brisa marina propia de la Costa Brava.
Era sábado y la plaza del Mercat acogía un mercadillo ambulante, de esos que tanto gustan recorrer cuando llegas a un pueblo. Fue el lugar ideal para tomar un café, y como telón de fondo teníamos la Torre del Consell (actual Ayuntamiento), un peculiar edificio rematado en tonos amarillos. Antes de partir, callejeamos por el centro histórico, hasta dar con el casino de la Constancia (conocido como el Casino dels Nois), un edificio de mediados del siglo XIX de estilo mudéjar.
Partimos por la carretera de la costa, en dirección norte, y en en algo más de media hora alcanzamos Calella de Palafrugell, pintoresco pueblo jalonado de casitas blancas que se asoman a encantadoras calas repletas de barcas. No os perdáis Port Bo (la playa de las Barcas) y la Punta dels Burricaires, el mejor mirador de las calitas de Calella.
Estábamos a mediados de octubre, sin embargo hacía calor, yo diría que demasiado (cosas del cambio climático). En la playa de Calau y en otras calas los bañistas apuraban los últimos baños de la temporada. De buena gana les habría emulado, pero Aiguablava nos aguardaba. No podíamos llegar tarde al maravilloso Parador Nacional.
Continuamos por la carretera de la costa, hacia el norte, al encuentro de Llafranc, bonita cala encajonada entre altas montañas (el probable origen toponímico debió ser algo parecido a ÑAFRANAITX, y haría alusión a rocas, muchas rocas "ña" y "aitx"). Desde la subida a la colina que acoge el faro de Sant Sebastiá (paseo Pau Casals) tuvimos la mejor vista de la cala.
Cala de Llafranc |
Llafranc desde el paseo Pau Casals |
Este privilegiado accidente geográfico, ubicado al norte de Llafranc, es una alta colina que ha estado ocupada desde hace miles de años. El yacimiento, presidido por un poblado íbero, forma parte de un Conjunto Monumental compuesto por una torre de vigilancia del siglo XV, una ermita y hospedería del siglo XVIII y un faro del siglo XIX.
No contábamos con ello, la presencia en el lugar de las ruinas de Sant Sebastià de la Guarda, un poblado íbero de los siglos VI a I antes de Cristo. Ubicado en lo alto del cerro, el yacimiento tenía una situación privilegiada, tanto en el ámbito defensivo natural (altos acantilados) como por la buena visión panorámica de gran importancia estratégica.
Sant Sebastià de la Guarda |
Sant Sebastià de la Guarda |
En lo más alto de la colina, a unos 170 metros de altitud, se encuentra el pintoresco faro de Sant Sebastià, con vistas panorámicas al mar, con un bar con terraza y rodeado de senderos.
Faro de Sant Sebastià |
Vistas desde el faro |
En España se da mucho esta circunstancia: allá donde hay restos de una civilización íbera la Iglesia levanta una ermita o iglesia. Y Sant Sebastià no es una excepción. Junto a los restos del poblado íbero se encuentra la pequeña ermita y hospedería de Sant Sebastià, construida en el siglo XVIII.
Ermita de Sant Sebastià |
Ermita de Sant Sebastià |
Al norte de Sant Sebastià enlazamos con la carretera GIV-6542, y tras completar varias curvas reviradas alcanzamos Tamariu, pequeño pueblo de la Costa Brava perfectamente integrado en el paisaje: cala pintoresca de arena blanca rodeada de colinas repletas de pinos. Me pareció el lugar perfecto para perderse un fin de semana.
Al norte de Tamariu la carretera abandonó la costa para atravesar una de las zonas más agrestes de la Costa Brava. A nuestra derecha, a varios kilómetros de distancia, teníamos una costa muy quebrada por el azote del mar, repleta de calas y accidentados cabos. Sobre lo más alto de uno de ellos, asomado a una pequeña cala, se encuentra el Parador de Aiguablava, que engrosa la larga lista de Paradores Nacionales.
Había estado muchas veces en la Costa Brava, pero nunca había pasado la noche en un hotel como éste. El Parador Nacional de Aiguablava, ubicado en un paraje de singular belleza, entre pinos, calas abruptas y aguas de color turquesa, fue el lugar ideal para pasar la noche y tomar mi anhelado baño en esas frescas aguas (no olvidemos que estábamos en octubre).