Crucero Estocolmo-Helsinki |
En julio del año 1991, con motivo de mi Primer Interrail, visité Estocolmo en compañía de mis colegas Fernando e Isidoro. En esa ocasión, aparte de realizar la oportuna visita al centro histórico, que incluyó el puerto y la isla de Riddarholmen, pasamos la mañana bañándonos en el lago Mälar, concretamente en la playa de arena de Smedsuddsbadet. Fue una jornada memorable.
Llegamos a la estación central de Estocolmo de buena mañana, procedentes de Hamburgo, con transbordo incluido en la ciudad de Copenhague. En una agencia de viajes del vestíbulo contratamos los servicios de un barco para viajar esa noche a Helsinki. El pasaje, gracias al billete Interrail, nos costó la mitad de precio; eso sí, no incluía camarote. Ya estábamos listos para descubrir la ciudad.
Cuatro años atrás tuvimos solecito y buena temperatura en Estocolmo, pero en esta ocasión el cielo estaba plomizo y gris, y el aire soplaba fresco, lo que desestimó el baño en alguna playita del lago Mälar. Fue más sensato iniciar la visita a Gamla Stan, o centro histórico, al cual accedimos por la isla de Riddarholmen. La isla se encuentra en el punto donde el lago Mälar se une al mar Báltico. Desde alguno de sus dos puentes se puede apreciar el contacto entre las dos aguas.
Los edificios de Gamla Stan datan de los siglos XVI y XVII, y entre ellos, los que más sobresalen son: el Palacio Real, cuyo cambio de guardia presenciamos rodeados de una numerosa multitud; la catedral de San Nicolás y la iglesia Alemana.
Almorzamos en un McDonald's próximo a la céntrica calle Drottning, y por la tarde acudimos al puerto Stadsgarden, en la isla de Södermalm, en cuyo muelle ya aguardaba nuestro barco a Helsinki. Nada más embarcar, tomamos el ascensor y nos aupamos hasta la cubierta superior para presenciar la maniobra de zarpe. La vistas de Estocolmo desde allí arriba fueron magníficas.
Ese enorme barco de la compañía Viking Line llamaba la atención por su envergadura: diez plantas de altura y 176 metros de eslora por 28 metros de manga, con capacidad pra 2.500 pasajeros y 430 coches. Pero a nosotros, por el momento, lo que nos llamó más la atención fue el estupendo mirador que nos proporcionó la cubierta superior. Desde que zarpamos, a las seis de la tarde, nos tuvo pegados a su barandilla para ver disfrutar del sorprendente paisaje.
Estocolmo quedó atrás, oculto entre un sinfín de islas boscosas, y muy pronto nos vimos rodeados de una exuberante vegetación donde predominaban cuatro gamas de colores: el azul claro del cielo, el blanco de las esponjosas nubes, el verde de los islotes por los que serpenteábamos y el azul oscuro de las mansas aguas del mar Báltico.
Pensaba que en breve saldríamos a mar abierto, pero transcurrieron dos horas y el paisaje no cambió ni un ápice. El archipiélago que se extiende al este de la capital sueca, formado por más de treinta mil islas, no parecía acabar nunca. El barco se abría paso, lentamente, entre islotes dominados por una abrumadora foresta, siguiendo las balizas amarillas que marcaban la ruta a seguir. Sin ellas habría sido imposible navegar por este laberinto de canales.
Cuando oscureció, bajamos a las plantas inferiores a husmear. Y lo que vimos nos dejó de piedra. Los viajeros, grandes y pequeños, invertían sus coronas en tabaco, alcohol y ocio por igual. El barco se había convertido en un casino flotante, donde la lujuria y el despilfarro campaban a sus anchas.
Isidoro y yo nos mantuvimos al margen. En la sala de butacas (nuestro camarote compartido para mochileros) conocimos a Yolanda, una chica argentina que viajaba por Europa. Gracias a ella, pasamos buenos momentos en la discoteca del barco. Y a medianoche, bajo un maravilloso crepúsculo, pusimos fin a esa alocada noche.