Puerta de Bab Mansour |
Partimos de Fez a la una, a bordo del tren más destartalado que habíamos tomado hasta la fecha en Marruecos. Tardamos una hora y media en llegar a la estación Gare de Meknes de Mequínez, la más retirada de la Ciudad Nueva, por lo que tuvimos que caminar bajo un inclemente sol hasta localizar un céntrico hotel.
Una vez nos instalamos en el hotel Palace, procedimos a visitar la cuarta y última ciudad imperial que nos quedaba en el tintero. Cruzamos a pie la bulliciosa Ciudad Nueva, con sus calles saturadas de coches y bajo un intenso calor. Tras quince minutos de azarosa caminata, atravesamos la muralla exterior de la Ciudad Imperial por la puerta Bab Bou Ameïr.
Acometimos una calle en ligera pendiente para alcanzar la plaza El Hedim, la más popular y concurrida de la Ciudad Imperial. En un lateral de la plaza, incrustada en la muralla, brillaba con luz propia la monumental y esplendorosa puerta de Mansour, antigua entrada principal a la Ciudad Imperial de Mulay Ismail.
Un extremo de la plaza acogía el mercadillo cubierto de El Hedim, una verdadera obra de arte, con mostradores colmados de pirámides de tradicionales dulces típicos, dátiles y frutos secos, además de relucientes pilas de limones y aceitunas. Y en el centro de la plaza, como queda patente en la foto, podías montar a caballo y, de esta forma, quedar monina de la muerte frente a la puerta de Mansour.
Mulay Ismail, que reinó durante 55 años, dotó a la ciudad de 25 kilómetros de robustas murallas y de un complejo palaciego que nunca fue terminado. La puerta de Mansour, adornada con elaborados mosaicos bizantinos, sólo era la antesala de lo que nos aguardaba al otro lado de la muralla.
Intramuros, visitamos el mausoleo de Mulay Ismail, uno de los pocos santuarios del país donde nos fue permitido el acceso, un hecho fácilmente atribuible a la importancia de esta ilustre figura, que sentó las bases de la actual monarquía y cuyo legado también conformó los cimientos del actual Marruecos.
No tuvimos problemas para orientarnos por la Medina de Mequínez, a diferencia de lo que nos ocurrió en Fez. Accedimos a ella por la plaza El Hedim, y muy pronto, sin la ayuda de muchachos aspirantes a guía, dimos con los principales mercados, como el de las telas y el de Okchen, especializados en bordados.
Pasamos frente a algunas mezquitas y antiguas escuelas coránicas, que parecían surgir de la nada tras doblar una bocacalle. Y gracias a nuestra guía de viajes, en menos tiempo del previsto, localizamos la puerta Berdaine, el principal acceso a la Medina por la muralla norte.
Al día siguiente, el último en Marruecos, cogimos un tren en la principal estación de Mequínez (El-Amir Abdelkader) y partimos en dirección a Casablanca. Una hora más tarde nos apeamos en el intercambiador de Sidi Slimane, a la espera de que llegara el tren de Tánger.
Efectuado el transbordo, cubrimos los últimos kilómetros por ferrocarril, hasta Tánger, en un moderno tren que disponía de aire acondicionado. El revisor quiso cobrarnos un suplemento, pero en la parte posterior de nuestros billetes rezaba que podíamos montar sin pagar en trenes de segunda clase como ese. Y no pagamos.
Llegados a Tánger, sólo tuvimos que caminar hasta la estación portuaria, donde nos aguardaba nuestro barco a Algeciras. Una vez zarpamos, adelantamos dos horas los relojes, pues esta era la diferencia horaria que existía en verano entre España y Marruecos.