La Menara |
Llegamos a la estación término de Marrakech a las 15:40, tras cinco horas justas de viaje. Abandonamos la estación a pie, sin entretenernos mucho. Un aluvión de pequeños taxis nos dio la bienvenida nada más poner el pie en la calle. Los taxistas nos llamaban para que montáramos, pero nosotros no les hacíamos caso y, pese al calor reinante, continuamos caminando.
Nos orientamos a ciegas por las amplias calles del pudiente barrio de Guéliz, entre lujosas mansiones rodeadas de suntuosos palmerales. Más tarde, las avenidas Hassan II y Mohamed V nos condujeron hasta la muralla exterior de la Medina. A partir de aquí ya pudimos hacer uso del mapa de la guía de viajes que llevaba.
La avenida Mohamed V finaliza al otro lado de la muralla, a la altura de la torre de la Kutubiya. Debido al calor reinante, más de 40º, llegamos exhaustos y agotados a las inmediaciones de este alto minarete, de 66 metros de altura, que está emparentado con la Giralda de Sevilla.
Desde la verja que protege la torre, observamos la mezquita de cerca, así como las excavaciones que se llevaban a cabo, y que sacaban a la luz restos de antiguas edificaciones.
Caminábamos hacia Jemaa el Fna cuando fuimos abordados por un chiquillo, de no más de 10 años, que dijo llamarse Said. Él fue quien nos condujo hasta el hotel Gran Tazi, un tres estrellas con piscina situado en la calle Bab Agnaou, a pocos metros de la plaza más importante de Marrakech. Tuvimos que regatear para conseguir un buen precio por dos noches de estancia.
La plaza Jemaa, situada en el corazón de la Medina, está declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El primer contacto con este enigmático lugar se produjo a media tarde, y nos dejó a los tres atónitos. Teníamos la sensación de haber retrocedido a la Edad Media.
La plaza estaba en todo su apogeo. Un hervidero de gente, entre turistas y beduinos, junto a animales exóticos, como serpientes o graciosos monos, se movía por ella al son que marcaba la música procedente de esporádicos músicos. Algunos turistas pagaban por retratarse junto a los bichos, pero nosotros conseguimos tomar algunas fotos desde cierta distantancia, sin pagar.
La plaza Jemaa el Fna tiene forma irregular. Por ella circulan taxis pequeños, aquí llamados petit taxi (casi todos eran Peugeot 205) y calesas tiradas por hermosos caballos. En un extremo se apiñan chiringuitos de comida, otro está reservado a puestos de zumos, de caracoles, tiendas de regalo..., y en otro extremo hay un par de bares con terrazas panorámicas que presumimos serían ideales para ver la puesta de sol.
Dimos una vuelta de reconocimiento por las calles de la Medina, y descubrimos un buen surtido de puestos de baratijas y de chaquetas de piel. Los vendedores, como ya habíamos visto en otros zocos, llamaban nuestra atención constantemente. Creímos más sensato regresar a Jemaa Fna para contemplar la puesta de sol desde la terraza del café Argana.
Fue algo inexplicable. Los tres estábamos locos de contentos, sobre todo cuando el sol se ocultó por el horizonte y las sombras se alargaron hasta cubrir la plaza. En ese instante aparecieron Jordi y Eva por el balcón, la pareja catalana que conocimos en el ferry de Tánger. Según nos dijeron, pretendían atravesar el Atlas con su coche, hasta alcanzar el desierto.
Cuando cayó la noche vivimos el momento más espectacular en la terraza. Parecía que la plaza cobrara vida propia con las fumarolas, el gentío y el olor a comida. Había llegado el momento de cenar. Bajamos a la plaza y elegimos uno de los muchos puestos que preparaba cuscús y carne asada.
La cena nos devolvió a los tres a la vida. Todo estuvo delicioso; la carne asada estaba muy sabrosa y el cuscús, plato que desconocíamos hasta ese día, nos sorprendió por su sabor. Para tomar el postre, cruzamos la plaza hasta los puestos de naranja, fruta que, recién exprimida, deleitó nuestros paladares en uno de los lugares más maravillosos de Marruecos.
Habíamos visto la Medina y recorrido la plaza Jemaa el Fna desde el atardecer hasta el anochecer. Y esa mañana, tras tomar un correcto desayuno en el hotel Gran Tazi, decidimos abordar algunos palacetes de Marrakech situados en el centro de la Medina.
Bajo un tremendo calor, visitamos en primer lugar el palacio de la Bahía, que se hallaba a unos diez minutos a pie del hotel, cerca del barrio judío de la Mellah. Se trata de una construcción de arquitectura musulmana, del siglo XIX, que nos deslumbró por sus laberínticas salas, sus decorados vestíbulos y sus suntuosos aposentos, que en su día acogieron al sultán Bou-Ahmed, a sus cuatro concubinas y a sus numerosos hijos.
Seguidamente, moviéndonos por las intrincadas calles del barrio Real, alcanzamos la Kasba, fortificación amurallada levantada al sur de la Medina que acoge el palacio de El Badi, la tumba de los Saadíes y el palacio Real, aunque sólo los dos primeros edificios estaban abiertos al público.
Visitamos en primer lugar las ruinas de El Badi, palacio construido en 1602 que se caracteriza por poseer colosales muros de adobe y un estanque central rodeado de naranjos.
A continuación entramos en las tumbas de los Saadíes, famosas por su mausoleos exquisitamente decorados y perfectamente alineados, que originalmente acogieron a los descendientes del profeta Mahoma, y que posteriormente recibieron los restos mortales de los príncipes saadíes.
Tumbas de los Saadíes |
Tumbas de los Saadíes. Jardín |
También paseamos por los floridos jardines exteriores, donde el agua se hacía oír al corretear por entre una exuberante y espesa vegetación. Aquí no debéis perder detalle de los ornamentados arcos que adornan la fachada del edificio.
Tumbas de los Saadíes: los arcos |
Tumbas de los Saadíes: los arcos |
A escasos cien metros de las tumbas de los Saadíes se encuentra la mezquita de la Kasba, también conocida como la mezquita de Moulay Al-Yazid, otra visita obligada en la parte sur de la Medina.
Y cerca de la mezquita, en la carretera de Ourika, la que lleva al Alto Atlas, contemplamos la monumental puerta Agnaou, una de las más impresionantes que atraviesan la muralla.
Por la tarde, tras un rico almuerzo en un bar de la Medina, y un obligado paso por la piscina del hotel para refrescarnos, montamos en un petit taxi y nos dirigimos a la Menara, un idílico jardín situado a un par de kilómetros al sur de la Medina.
La popular Menara, un extraordinario jardín rodeado de olivares, fue creada en el siglo XII por los almohades para goce y disfrute de los sultanes, si bien unos siglos después fue el pueblo llano el que se aprovechó de ella. En su centro se encuentra un estanque de forma cuadrada y el pequeño pabellón del año 1869, que constituyen la imagen más bucólica y típica de este lugar.